19 Sep, 2025
Nunca pensé que en mi familia enfrentaríamos una tormenta con el rostro de un trastorno alimenticio. Pero así fue, y hoy quiero compartir nuestra historia de lucha y esperanza.
Somos una familia grande y unida, de esas en las que nunca falta ruido en la mesa ni un abrazo a tiempo. Somos seis: mi esposo, yo y nuestros cuatro hijos, de 25, 23, 20 y 19 años. Siempre supe que, aunque llegaran momentos de adversidad, juntos podríamos enfrentarlo todo. Lo que nunca imaginé era que una de esas tempestades tendría el rostro de la anorexia.
Aceptar que mi hija estaba enfrentando un trastorno alimenticio fue devastador. Como padres, florecen mil emociones a la vez: culpa, miedo, negación. Te preguntas cómo no lo viste antes, qué pudiste haber hecho distinto. El dolor más grande fue verla desvanecerse frente a mis ojos, sin poder simplemente “arreglarlo” con amor o voluntad. Hubo hospitalizaciones, noches sin dormir y un ejército familiar luchando por ella.
Con ayuda de profesionales, su pediatra, psicóloga y nutricionista, comenzamos un camino largo y lleno de tropiezos, pero de mucho aprendizaje. Aprendí que nadie se recupera porque otro lo desee; era ella quien tenía que querer y decidir comenzar el camino de la recuperación. Ese quizás fue el aprendizaje más duro: soltar el control y confiar en que el amor constante sería nuestra mejor arma.
El momento de cambio llegó cuando ella misma pudo palpar lo que estaba perdiendo: la escuela, su deporte, las risas con amigas. Fue entonces que decidió dar el salto y entregarse al proceso. Poco a poco recuperó fuerzas, volvió la energía, el brillo en su piel y, sobre todo, la esperanza. No le fue fácil aceptar los cambios en su cuerpo mientras su mente todavía luchaba, pero con apoyo aprendió a seguir caminando.
Hoy, verla en la universidad, más madura y consciente, es el mayor regalo. Aún hay días difíciles porque la recuperación no es lineal, pero mi hija ha aprendido a usar sus herramientas y a reconocer su valor más allá de lo que dicte un espejo o una voz interna.
Si algo deseo transmitir con esta historia es que la recuperación SI es posible. Como padres, no siempre tendremos las respuestas, cometeremos errores, pero el amor incondicional y la perseverancia hacen la diferencia.
A esos jóvenes que hoy están luchando la misma batalla les digo: no se rindan. Sé que a veces el trastorno se siente más fuerte que ustedes, que parece que no hay salida, pero sí la hay. Sean pacientes consigo mismos, den un paso a la vez. Abran la puerta a la ayuda profesional. Confíen en el amor de quienes los rodean, aunque no siempre lo entiendan del todo. Pueden escoger levantarse cada día y darse la oportunidad de sanar. Permítanse la oportunidad de volver a disfrutar la vida que se merecen. No tienen que cargar con esto solos.
Y a los padres, como yo, les digo: edúquense sobre estos temas. Los trastornos alimenticios no son simples caprichos ni fases pasajeras. Son enfermedades complejas que requieren comprensión, paciencia y apoyo profesional especializado. Cuanto más sepamos, mejor preparados estaremos para acompañar a nuestros hijos en este proceso.
Más allá del conocimiento, lo que nuestros hijos necesitan es nuestra presencia constante y un amor incondicional. No siempre podremos controlar la situación ni evitar las recaídas, pero sí podemos estar presentes, firmes, recordándoles que no están solos y que creemos en su capacidad de salir adelante. Acompañar sin juzgar, sostener sin presionar, amar sin condiciones.
La recuperación es un camino largo, con avances y retrocesos, pero es posible. Cada pequeño paso que nuestros hijos dan hacia la vida, hacia la luz, hacia su propio bienestar, vale la pena.
Hoy comparto nuestra experiencia porque sé lo poderoso que es escuchar a alguien que ha pasado por lo mismo. La esperanza existe, y con paciencia, apoyo y amor, la vida puede volver a florecer.